Carlos y El Baile de Las Campanas

Heme aquí sentado en este recinto peculiar en el que todos nos sentamos pero del que pocos hablamos, pero esta vez afeitándome. Es tan molesto cuando lleno de pelos se está; aquellos pelos que nos emparentan con algún antepasado que quizá los haya necesitado por no tener el goce de usar los buenos bóxers que yo llevo a diario -lo cual considero importante-; y mientras sigo escucho las campanadas de la iglesia invitando a sus feligreses con sus partes probablemente no afeitadas a ingresar para compartir el pan del hijo del señor. O confesarse por haberse afeitado, no pudiéndose resistir a la terrible comodidad burguesa, sin duda, de este tan peculiar háb- ¡Ay, puta digo! Me corté. Eso pasa por no prestar atención a lo que estoy haciendo. Siempre me pasa. Me concentro en algo y en sólo un instantes mi cabeza está cabalgando al son de algún otro pensamiento que se suscite por el primer evento que me llame o no la atención. Es tan elocuente. Arde, pero no duele tanto. También es conveniente afeitarse más arriba, emparejando las cosas cual jardinero fiel-a su jardín, claro esto está.

No dejo de pensar en la historia de los feligreses. Campantes como Carlos, quien entra acompañado a la parroquia del sagrado corazón de Jesús por su mujer e hijos, agradeciendo lo que el señor les ha dado esta semana, sin darse cuenta que en la entrada había una viejita que les pedía un 0,05% de lo que gastan por día como ente familiar para luego darle a los encargados de administrar el diezmo el 2% del mismo monto, de lo que probablemente le llegará a la señora el- ¡La puta madre! ¡Otra vez! Más arriba esta vez. Es fija: menos de dos veces por afeitada no puedo lograr.

¿En qué estaba? Ah, sí. Carlos. El tema de Carlos es que trabaja en la facultad, y en una de ingeniería, para colmo. No porque ahí sea más fácil ser célibe hasta el casamiento, sino por el tipo de pensamiento que se pretende utilizar/obtener/cultivar en este sitio. Uno crítico, que ahonde en las razones de las cosas que nos rodean. Que permita… ¿Cómo decirlo? Ganar dinero a costa de un pensamiento científicamente orientado en torno a solucionar los problemas o proporcionar soluciones a nuevos problemas creados para hacer o reinventar las cosas que posiblemente la gente no necesite –del todo- pero, que, sin embargo, otros de otras disciplinas se encargarán de que así parezca y, así, hacer plata con ello.

Se podría decir que la génesis de lo que le agrega valor a las cosas es la ingeniería. Ciencia aplicada en resolver problemas. Métodos proporcionados para que unas personas hagan dinero de cosas cada vez más complicadas a cambio de otras y a costa de otras –personas y cosas-. ¿Por qué no nos conformamos con lo que ya existe? (Y aquí me voy por la rama aprovechando el mayor espacio mental que me deja el buen trabajo de jardinería terminado –fino por sobre todas las cosas-) ¿Qué diría Carlos al ver que su gran conocimiento es sólo métodos aplicados en un orden para generar cosas? Diría que mejora la calidad de vida de la gente (¿Lo hace?). Que lo ayuda a sentirse realizado, sintiendo que es su propósito en esta vida (¿Lo es? Soez). Quizá ignore Carlos muchos de estos planteos, pero él no duda que hay un dios que sabe el significado. Claro, porque eso sí tiene sentido.

Entraron con las últimas campanadas, justo antes de que se comenzaran a suceder los actos ya previstos de este ritual, uno de los más esparcidos –con variaciones autóctonas- del mundo occidental, para nada accidental. Pasaron por la izquierda, y caminaron atravesando con la mirada la larga fila en los confesionarios, al tiempo que Carlos decidía que no se iba a confesar -nuevamente-, hasta que encuentran un lugar con una familia amiga, a la que conocen por intermedio del trabajo de su mujer. Se saludan cortésmente, acallan a sus hijos y se persignan.

Nunca entendió porqué la gente se seguía confesando una vez empezada la misa: ¿Van a escuchar la palabra de dios o van a hablar con un padre? Si la confesión real la hace uno con dios, en secreto, y el arrepentimiento genuino no se da en 5 minutos, sino que viene de pensar al final de cada día los actos y tratar de dialogar internamente para cambiar nuestra conducta, y la otra persona no nos arroja verdaderamente ninguna luz sobre nuestro comportamiento. Aunque quizás sí. Pasa que nunca puede llegar a tiempo los domingos. Ni hablar del resto de los días. La familia se levanta tarde; a gatas puede acarrear a sus hijos a tan duro deber. No se acuerda la última vez que se confesó, pero supone que ha pasado un buen tiempo de la misma. Empezó a sonreír al recordar: “Pésame, dios mío por haberte ofendido de pensamiento, palabra, obra u omisión… Por mi culpa, por mi culpa, por MI GRAN CULPA, por eso ofrezco a santa maría siempre…”

-¡Carlos!-susurra su esposa. ¡Estás bostezando!

Sobresaltado, ensimismado en su propio aburrimiento, responde al susurro:

-Disculpá, mamá. Estaba intentando recordar el pésame. Hace mucho que no lo digo.

-Bueno, no es momento. Dale el ejemplo a los chicos, por lo menos.

-No es para tanto. Creo que debe de haber algo fisiológico que inspire este bostezar. Es otro ritual de la misa. (ES otro ritual de la misa; muchos no lo saben).

-¡Shhh!

Carlos ríe como cuando era retado en el colegio por reírse justamente. Nunca entendió eso tampoco. Que lo reten a uno por reírse. Y ríe ante este pensamiento.

-¡Carlos!- reclama un tanto irritada.

Esta vez no contesta. Sólo traga su risa, disfrutando mientras rememora el colegio –católico, ofcors-y sus tantas experiencias, sus tantos pecados, de los que nunca verdaderamente se arrepintió, aunque él no lo sepa. Nunca pudo concentrarse en la misa, y sabe que, en esto, no está precisamente solo. Cree que hasta dios se aburre en las misas. Ríe ante esta desopilante idea, pero su mujer ya no lo advierte.

De hecho, nadie lo advierte estaban todos orando, en el banco, arrodillados. Él era el único sentado. Nunca tuvo la facilidad para recordar las etapas de la misa (porque lo cierto es que pocas cosas le interesan menos), pero sabía que esto estaba bastante al final, tipo 3/4 de la misa. Ya tenían que haber pasado las lecturas y todo eso. Nunca supo ni la etapa del año eclesiástico, ni muchos rezos que digamos. Pero las canciones sí las sabía. Le gustaba escucharlas. Cree que es una buena razón que suma gente a la misa. Las canciones son genuinamente lindas. La letra podría cambiarse un poco. Muy evidente resulta. Aunque quizás ésa sea la idea.

Mira el cuello de su mujer, regocijándose de cómo se dobla frente al señor; la tierna devoción que le dedica le resulta muy bella. Él cree que son éstas las cosas por las que vale la pena vivir. Y son el pequeño gran premio que obtiene por el gran pequeño sacrificio de ir a misa, levantar a la familia, manejar, llegar -justamente- a tiempo para la señal con la que se reconocen los cristianos.

Analizando sus pensamientos, se da cuenta de que siempre divaga. ¿Quién sabe? Quizás en estos divagues es cuando dios más le hable. Tantos pensamientos en tan poco tiempo… ¿O no era tan poco tiempo? Todos siguen sentados. Mira a sus hijos imitando a su madre. No sabe porqué le gusta la imagen. Se le ocurre mirar para atrás, cosa que -piensa- nunca hizo en misa. Todos arrodillados -¡Pero qué público más obediente!-, algunos relojeando para ver si levantarse o no, pero todos bastante acordes a la situación. Bastante más que él.

Al fondo, la viejita que estaba en la entrada se asomaba tímidamente, como sintiendo vergüenza de estar ahí. Inintencionadamente, la busca con la mirada, pero no hay conexión. Es como si estuviera en otro mundo. “Realmente estas personas están en otro mundo”, -pensó-. “otro jodido mundo, con otras reglas, pero igual de jodido que éste.” La mira, esperando que se reanude el acto siguiente, algo más efusivo, de darse la paz (besarse con todos los de alrededor, aunque siempre estaba el carismático que besaba a varios más, y también el que miraba para abajo nomás, como buscando la moneda para dar el diezmo).

De pronto, la viejita derrama una lágrima perfecta, dibujando en el aire la más sublime de las tristezas, un cúmulo de gestos de alguien que ha olvidado cómo sonreír. Todas las personas se paran sin advertirla y, él, sobrecogido por la situación, escapa por un costado al desenlace tan esperado para ver algo distinto, para tratar de entender cómo es que nadie la advirtió. La viejita se perdió rápidamente de vista y él fue inmediatamente afuera. Al salir, ve el lugar donde siempre se posaba esta viejita, ve los contados pesos que tenía en una pequeña cajita, ve la cobija maloliente y harapienta que la acompañaba, pero ella no estaba, como siempre, recelando de sus preciados pocos bienes. La ve caminando sola, alejándose de la iglesia a un paso lento pero consistente.

La alcanza fácilmente y ve la lágrima acompañada de otras tantas, cubriendo los ojos que no lo miran a él. Después de un par de veces de intentarlo, la frena y le dice:

-Disculpe, señora, ¿usted se encuentra bien?

-No, no me encuentro bien, no.

-¿Qué le sucede? Dígame. ¿La puedo ayudar con algo?

-No, ya es muy tarde para ayudar.

-¿Pero qué le sucede?

-La vida. Eso me sucede. Siempre la misma mierda.

-¿Por qué dice eso? Se olvidó todas sus cosas.

-Realmente no creo que nadie las agarre.

-Bueno, ¿pero qué le pasa?

-¿Quiere saber lo que me pasa? Le voy a decir. He perdido de todo en mi vida. Esas cosas que usted ven ahí no son nada. ¡No son nada! ¡No son nada para usted, no son nada para mí!-contesta casi sin mirarlo, haciendo que salten lágrimas que ya no soportan el calor del rostro y se evaporan entre los gestos efusivos de la viejita. Mira siempre a un punto fijo, algo más adelante que ellos, un tanto más abajo, como esquivando la modernidad de los edificios que los rodean para recordar un pasado distinto, y prosigue, siempre tensa:

-Un esposo. Una plata que tenía por allí, otra por acá. Hijos que he querido, y ya no encuentro. Ésas son cosas que perdí. Cosas que me olvido.

-No sabe cuánto…

-De repente, me acostumbré a estar así, sin nada que hacer-lo interrumpe, como ahorrándole las obvias palabras-. Con unas cuantas monedas vivo por día. No necesito nada. Tuve mascotas, pero se fueron muriendo, o me abandonaban. Hasta todos que se empezaron a cansar; todos, siempre me veían ahí, y algunos ya no me daban. Y ahora la gente, no sé, piensa que quiero robarles, que les voy a pedir mucho. Me da asco cómo me miran. Con asco. Trabajé mucho y perdí mucho.

Atónito, Carlos recuerda cómo en un tiempo le preocupaban estas personas, y hacía alguna que otra donación a Cáritas u otra organización similar, pero luego se acostumbró a su presencia, y a la ceguera burguesa que adquieren todos después de unos años de “sacrificio”, a las justificaciones que le permite a la mayoría que ha obtenido algo, creer que se lo merece más que estas personas, y yo aquí no hablo de bienes sino de dignidad, lo que para muchos es eso que nos diferencia de los animales. Con su caminar silencioso que la acompaña, que para ella ya es mucho, le responde, sin palabras un gran “lo lamento”, y ella estalla:

-Sólo quiero pan. Y no lo tengo. Lo peor, m’hijo, lo peor, no es eso. Es que a nadie le importa una mierda que yo me muera. Nadie me mira. Y entran y le rezan a dios. Lo que me pasa, lo que me pasa, es que perdí la esperanza. Eso nada más.

Carlos la ve irse, desde la entrada de la iglesia, quieto, vigilando las cosas que nadie quiere, sin poder haberle hablado tan siquiera. Nunca tuvo el valor de hablarles a estas personas ni lo tendrá jamás.

Mientras las campanas suenan otra vez, las lágrimas ahogan a Carlos, como me ahogan a mí. Escribo desde mi pieza la historia, después de ver por mi ventana a este hombre volviendo a la iglesia, completamente perdido en sus propios pensamientos, con el semblante necio y el lugar donde siempre se encuentra la viejita vacío, escabulléndose entre la gente que tan alegremente se comienza a reunir fuera para saludar al padre, como todos los domingos.

Estoy cansado de llorar al compás de estas historias sin moraleja, esta vida desabrida que cada tanto nos hace morder limones, diciéndonos lo bien que saben. Y Carlos también, quizás siempre lo supo, pero hoy sí que lo sabe. Ya no va a bailar al ritmo de esas campanas, que siguen resonando, una y otra vez, religiosamente, frente a la misma plaza. Porque el baile, este baile, no para.

©Demián Mercier. 2011.

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