Las Ovejas Aladas

Ellas pueblan los cielos ingenuamente. Como algodones de inocencia, guardan la que se nos ha ido evaporando con los años. Si tan sólo uno pudiera asirlas.

Siempre están por ahí, dejándose llevar por los cuatro vientos. Uno las nota cuando de ellas se desprende, tenuemente, su sombra, y algunos las culpan, enojados, por robarles su calor. Si pudieran sentir lo que ellas sienten, cuando ven que no pueden ir más rápido de los que surcan el azul paisaje, pero que tampoco pueden frenarse a ver una ballena en el otro azul, no se embravuconarían tan fácilmente como lo hacen contra ellas, llenándolas de adjetivos que cuánto les duelen, sino que sentirían su dolor, su tenue, suave, húmedo dolor.

Y sabrían que sus lágrimas no están pensadas para saciarse de su sed de venganza con tus ropas tan finamente lavadas, no pensadas para toparse con estos despojos sentimentales. No están pensadas para nada. Son la mera consecuencia del dolor enajenado, de sentir tanto odio contra ellas, y de sentirse tan tímidas frente a tanto mundo.

Por más que traigan malas noticias, uno las ve y puede intuir que no es su culpa. Estas gentiles ovejas del campo aéreo nos saludan siempre amistosas, prestándose para que les busquemos formas a nuestro antojo, lo que puede ser una buena o una mala idea para llevar a cabo en una cita. No a ciegas, lógicamente.

Por eso yo las veo y les dirijo una sonrisa. Bebo sus lágrimas y purgo el llanto. Aplaudo su catarsis, aplastándo cada lágrima que sugiera una amarga tristeza, transformándola en lágrimas de alegría. Disfruto de cada día soleado que comparta con ellas, divirtiéndome con su natural belleza, su peculiar forma de recibir la luz.

Y lloro yo también, de alegría, porque sé que nunca voy a estar solo. Mis ovejas aladas siempre estarán conmigo, con esas alas que no se mueven, pero que me mueven.


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