Ella

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El césped estaba lindo para jugar. Lindo para jugar con botines, ciertamente. La tarde, los amigos, las ganas de correr, y la pelota me llamaban a entrar a la cancha, uno de esas medio inclinadas pero con una vista hermosa de la playa, en medio del verano, con el sol en nuestra espalda y una sonrisa en nuestra cara. Me miraba, lleno de pequeños cardos, y alguna que otra ocasional piedrita, realmente desafiando nuestra mejor voluntad de jugar. Por otro lado, éramos tres contra cuatro en una cancha de siete, y por más que los primeros números sumen el segundo, no había matemática que ayude a calcular las ganas que necesitábamos para jugar un partido así.


Con los pies curtidos por cruzar a trote el estacionamiento todos los días, con la promesa de un buen partido en dicha cancha, o en la de abajo, un tanto más chica pero de cemento –ahora ocupada-, y tras una mirada de complicidad nos animamos con mis amigos a ver hasta dónde podíamos llegar, hasta dónde nuestros pies nos responderían.

Y así nos sumamos, con Nico y mi hermano, a esta histeria colectiva de seguir a la pelota de la forma más antinatural posible, mirando de reojo a nuestros antepasados que tanto se esforzaron por dejar las manos libres para tenerlas, bueno, libres, sólo esporádicamente participando en algunas pausas en las que tampoco se piensa.


Es tan placentero el momento en que te llega por primera vez una pelota. El sentir que, dócil, se entrega a tu voluntad sin quejas ni cuestionamientos, sino más bien curiosidad que comparte con vos, acerca de cuál será su próximo destino, como metáfora de muchas vidas sin dirección, que no saben si van a terminar en un gol a favor, o uno en contra, o lejos, muy lejos de la cancha, quizás, en el medio del mar. La docilidad se conjuga con su redondez para rodar por este césped tan poco amable que a ella nada le hace, para volar acariciando al viento, disfrutando la atención de tantos ojos como piernas sobre ella, la estrella, para caer y dormirse una siesta en un pecho, para subir y mantenerse por eternidades en el aire, para dejarme expectante después del tiro, después de arrojar los dados y ventilar la propia habilidad al hacerlo. Para unirnos en un grito, para ahogarlo en el grito de otros. Sin saberlo, ella nos rige. Nos somete y nos obliga, y lo hace como la mejor de las reinas, apelando a nuestra voluntad. No es rey quien dice las reglas, sino quien las dice justas: y ella tiene la justa, al enlazar miradas, desaires, alientos y virtudes; patadas, abrazos, dolores y aptitudes.

Tiene el mágico poder de llevarse todos nuestros pensamientos, nuestras penas, nuestros logros y caídas. Acalla los dolores y estimula el alma. Nos hace latir el corazón, más de emoción que de cansancio, aún en el medio de su pique más veloz, o especialmente en ese pique. Es la fuerza que es más que la gravedad al unir enemigos, al forjar caracteres, al moldear líderes y algo que es incluso más, todavía, la fuerza de crear amistades. Amistades indelebles, aniñadas, con tan poco y tanto en común como el amor por ella, eclipsando a la doncella más bella, que sucumbe al tener que elegir entre sus amantes, y no oculta su envidia por la orgía magnánima en la que nadie es la envidia de nadie, mas ella es el deseo de todos.

Nos embravuconamos. Ya llevábamos más media hora de partido y estaba muy disputado, muy movido, para nuestra alegría. No sentíamos los pies, inercia de sus caprichos. Doy un pase largo, para que Nico la baje de pecho, triangule con mi hermano, y meta el gol al primer palo. 3 a 3. Y tras el abrazo, la alegría por saberse en inferioridad y, aún así, no bajar la cabeza, se escucha entre el graznido de los teros, que veían con recelo al perro que por allí corría, se escucha:

-¡Mete gol gana!-gritó uno de ellos.

Rara vez se puede decir que no a este tipo de pedido-sentencia, como si fuera una corte en la que todos son jueces y todos aceptan. Y esta vez no fue la excepción: nos miramos, dándonos aliento y seguimos.

Ellos arrancaron con todo la siguiente jugada. Varios toques, pelotas disputadas, hasta que se escapó uno de ellos y tiró el centro. Mi hermano corrió como su hubiera habido un bebé debajo de un tren por ser arrollado y logró desviarla para el tiro de esquina. Alivio corto, porque sacaron y, con nosotros acomodándonos, la cambiaron de frente. Por suerte, Nico se dio cuenta y corrió con la velocidad que lo caracteriza para despejar, dando un gran pelotazo hacia adelante. Tácita era mi próxima participación, y no me demoré en aceptarla y correr furiosamente hacia el costado derecho de la cancha. Mientras corría, veía cómo ellos hacían lo propio hacia su propio arco, aprovechando el necesario desvío que tuve que hacer.

La tomé con la derecha y la controlé, avanzando en diagonal hacia el arco, a unos 25 metros de donde estaba. Ellos se dispusieron como gladiadores, bloqueando el pase y el espacio. Con un amague pasé al primero, por la derecha, doblando levemente y pensando mi siguiente jugada, que sería enganchar con la zurda para mi izquierda, resguardando la posesión de la pelota con mi derecha, que recibía una caricia o un pisotón, que es más o menos lo mismo. Al tercero en discordia, lo pasé enganchando para el otro lado, para quedar solo contra el arquero y definir cruzado, al segundo palo. Golazo y fin del partido. Los chicos vinieron a abrazarme como si fuera una final del mundo y ésa, ésa es la mística del juego. Que siendo un juego es más que la vida, haciendo parecer que la vida es un juego nada más. Esa alegría de saberse parte, de sentirse querido por hacer algo que a uno lo hace feliz, con quien lo hace feliz, sólo por patearla a ella. ¿Quién diría que alguien a quien sólo le damos patadas nos haría tan felices? ¿Quiénes nos cuentan esto al nacer? Qué amor tan devoto, qué locura tan peculiar, qué sinsentido tan enorme.

Estos momentos sin pensamientos cobran tanta relevancia con el paso del tiempo. Cada vez nos brotan más ideas, más razonamientos y nosotros no podemos evitar aprender a razonarlos con lógica –más allá de su esencia, y en la mayoría de los casos-. Sumamos, restamos, dividimos, multiplicamos, conceptos. Nos enseñan la geografía del mundo y obvian la geografía de los sueños, ese mundo tan vasto y tan odioso para los que enseñan geografía, más que nada por la ausencia de fronteras. Nos cuentan la historia los que ganan, mientras las voces de los que pierden se esconden en alguna jungla tropical o de cemento y se mezclan con los sonidos enlatados del tránsito. Nos hablan del poder de los valores de chicos, y mientras crecemos nos van mostrando cómo se hace exactamente lo contrario. Nos obligan a dormir, y nos dicen que soñemos con los angelitos, y después acallan nuestros sueños, y nos dicen que los ángeles no existen.

Pero nadie nos dijo cómo se sentía jugar al fútbol. Y así veo cómo nos íbamos hacia el mar cantando victoria, buscando este cielo en la tierra que es el agua fresca en el cuerpo caliente, en otro verano marcado por la alegría. Varias canchas me esperarían luego. Tantas veces seguiría haciendo el amor con ella; tantas veces lo sigo recordando, mientras camino por los pastos altos del costado de las vías del tren, viendo en la luna mi vida crecer…

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